María Droc
La rumana María Droc (Bucarest, Rumanía, 1903-Madrid, 1987) fijó su residencia a Madrid en 1944, llegando a adquirir la nacionalidad española en 1966 junto a su marido, el crítico de arte y jurista Cirilo Popovici. En su país natal realizó estudios superiores tanto de Filosofía y Letras como de Bellas Artes. Droc poseía una gran variedad de registros, desarrollando una larga trayectoria desde los años 30 hasta su fallecimiento en la década de los años 80, cincuenta años en los que cultivó la pintura y la escultura, pero también escribió poesía llegando a colaborar en numerosas revistas culturales. Desde una perspectiva lingüística, realizó desde pinturas figurativas y obra informalista y matérica, a arte objetual o esculturas óptico-cinéticas.
Disfrutó de una dilatada visibilidad nacional e, incluso, internacional: participó en la Primera Bienal Hispanoamericana de 1951, en el curso de Arte Abstracto de Santander en 1953, pero también representó a España en las Bienales de Venecia (1960 y 1966) y São Paulo (1965). La importancia de su trabajo en el contexto creativo de la dictadura se pone asimismo en evidencia al ser una de las pocas artistas que fue seleccionada para la significativa muestra colectiva itinerante que organizó la Tate Gallery en 1962: Modern Spanish Painting; también por contar con una monografía dentro de la colección Artistas Españoles Contemporáneos, en su caso rubricada por José de Castro Arines, crítico en ese momento del Diario Informaciones. Su trabajo, siempre presente y reconocido en el escenario artístico madrileño durante su vida, fue recordado tras su muerte por una exposición antológica comisariada por Luis María Caruncho en el Centro Cultural Conde Duque en 1990.
Según Cirilo Popovici, que escribió un extenso y emotivo texto en el catálogo de 1990, cuando se conocieron en Bucarest en los años 30 María Droc estaba interesada en el arte naif y el dibujo infantil; entonces compaginaba su labor docente en una escuela de arte con la exposición de su trabajo, en aquel momento una pintura figurativa cuya fuente era fundamentalmente la naturaleza. Ya en España, tras viajar por Grecia y Francia y vivir un periodo corto en la Italia diezmada por la Segunda Guerra Mundial, se pone en evidencia la inmediata integración en el ambiente cultural de la capital de esta pintora al exponer individualmente ya en 1946 en Buchholz. Esta galería/librería fue fundamental durante estos años ya que, junto a la galería Clan, intentaba recuperar la devaluada vanguardia en el Madrid franquista de postguerra.
En 1956 inicia un periodo informalista que desarrolla hasta principios de los años 60; expone como hemos adelantado en la Bienal de Venecia con Juana Francés, con cuya pintura abstracta y matérica tiene claras concomitancias, Farreras, Feito, Lucio Muñoz, o Hernández Pijuán, entre otros. Gracias a su visita al evento veneciano conoce la obra de Julio Le Parc y comienza un nuevo trabajo para el que se sirve de unos papeles metalizados que había encontrado en uno de sus viajes fuera de España. Tengamos en cuenta que la pareja formada por Droc y Popovici estaba muy conectada con la vanguardia europea, y que mantenía relaciones de amistad con Brancusi, Vieira da Silva, Sonia Delaunay o Zao Wou-Ki, entre otros. En 1962, en otro de sus viajes a París, visita la exposición Lumière et Mouvement impactándole también la obra de Victor Vasarely, Nicolas Schöffer o Jesús Rafael Soto.
Estas dos muestras le abren la puerta al arte óptico y cinético (cuyo interés de alguna manera habían anticipado sus visitas al estudio de Brancusi en París) pero también a una nueva manera de introducir al espectador en la obra, y a la obra en el espacio. Genera, de esta manera, el germen de los relieves metálicos que realizaría años después y que se exponen en este proyecto; en paralelo comienza a utilizar cartulinas o plásticos industriales con los que experimenta rompiendo la bidimensionalidad, “espacializando” la planitud del papel, al generar tramas volumétricas que en ocasiones llegaban a tener tres caras: “pintando cada cara de un color obtiene según el punto de vista del espectador, según la posición de éste ante la obra, tres aspectos diferentes”, las describía José María Iglesias. Parte de estos relieves le exigen reinventarse, partir prácticamente de cero: debía salir de su estudio a la búsqueda de técnicos y talleres especializados que resultaban imprescindibles para la realización de unos artefactos, unas máquinas que combinaban distintas maneras de trabajar el color, el espacio, la forma, la línea, la luz, los nuevos materiales, la sombra, el ritmo y el movimiento; máquinas para las cuales la combinatoria matemática, pero también la intuición poética, serán fundamentales. Frente a la producción manual, la industrial.
Expondrá estas máquinas en la muestra individual más importante de su carrera, la que tendrá lugar en la sala de Santa Catalina del Ateneo de Madrid en 1968, por la que recibe muy positivas evaluaciones por parte de la crítica madrileña. Como analizará años más tarde Popovici, en estos relieves plagados de pequeñas ventanas geométricas, “el objeto se hace y se deshace literalmente ante los ojos del espectador […] al variar los ángulos de visión el espectador hace en algunos cuadros el movimiento aún más perceptible”. Se trataba de un arte de participación que contrastaba con una época de privación de libertades, lo que sin duda dota a estos trabajos de un cierto sentido político.