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ARTISTAS IBÉRICAS Y AMERICANAS DE LOS AÑOS 60 Y 70

ARCO ha permanecido casi inalterable e insensible respecto a la escasa presencia de artistas mujeres en sus distintas convocatorias desde que la feria naciera –los estudios estadísticos que MAV ha llevado a cabo desde hace años han subrayado cada año el escándalo–. Sin embargo, parece que este año esta inercia esté cambiando. Al menos nos encontramos con galerías que, como la madrileña José de la Mano, apuesta de forma taxativa por las artistas; es más, por un trabajo de investigación que pone sobre la mesa a aquellas creadoras –hasta hace poco sin presencia en la historiografía y en los museos– que centraron su actividad en los años 60 y 70. Se da, además, la coincidencia de dictaduras en sus países de origen o en los que desarrollaron su actividad: Argentina, Brasil, Portugal y España. La prensa desde la apertura de la feria ha hecho constantes referencias a lo que podría ser un cambio de paradigma. No obstante, habrá que esperar de nuevo al Informe de MAV para leer la letra pequeña.

El siglo XX fue una centuria convulsa y preñada de cambios, de grandes revoluciones sociales y económicas cuyo contrapeso fue la proliferación de dictaduras que intentaban poner freno a unas libertades lentamente conquistadas ligadas a la consecución de sociedades más justas, igualitarias, y con un mayor reparto de la riqueza. Uno de los movimientos sociales heredados del siglo XIX y que a lo largo de este período empezaba a ponerse en práctica era el feminismo. Desde la demanda de las mujeres a acceder a la educación primaria y secundaria –más adelante también la superior–, hasta cambios en una legislación que se basaba en una presunta superioridad de los varones y que concebía a las mujeres como permanentes menores de edad. Otra de las exigencias básicas del siglo fue la reivindicación del derecho al voto.

En este contexto nacieron las artistas que reúne la galería José de la Mano en su stand de ARCO 2020, con una diferencia de unos 40 años, durante la primera década de la centuria. La mayor lo hizo nada más principiar el siglo; la más joven en plena Segunda Guerra Mundial. Fueron sin duda unas décadas fundamentales para el proceso descrito sumariamente más arriba siendo los años 20 y 30 especialmente felices y fructíferos, si bien no exentos de sobresaltos; mientras que en los años 40 se sancionó una vuelta al orden generalizada. Unas décadas en las que las mujeres tenían acceso a la educación superior (si bien veremos cómo dicha formación no siempre estará reglada, por lo que se ha calificado de autodidacta a alguna de estas creadoras de forma harto inexacta), aunque no todas se profesionalizaban. Solía ser común que las muchachas dejaran de trabajar, e incluso de estudiar, cuando se casaban, centrando su existencia a partir de ese momento en la familia, una labor –el cuidado y educación de los otros– sin remuneración ni jubilación. Aquellas que resistieron el envite y que iniciaron una trayectoria profesional participaron en distintas exposiciones y eventos que no siempre contaron con excesiva fortuna crítica.

Las artistas de José de la Mano en principio no tuvieron una relación profesional o amistosa, ni expusieron juntas o conformaron un colectivo. Sin embargo, todas ellas desarrollaron gran parte de su carrera profesional en tiempos de dictadura y en países de cultura ibérica y latinoamericana: España, Portugal, Argentina y Brasil. Además, centraron una parte de su producción, de la que aquí se presentan distintos ejemplos, en los discursos predominantes de esas dos décadas: la abstracción geométrica y el arte conceptual. En estudios que hemos realizado con anterioridad hemos podido constatar cómo la mayor parte de artistas que se profesionalizaron entre los años 50 y 70 se encontraban bastante aisladas, contando casi exclusivamente con referentes masculinos; desconocían el trabajo que otras mujeres estuvieran desarrollando, incluso en su propia ciudad. Líneas paralelas para las que las conexiones internacionales quedaban muchas veces fuera de sus posibilidades. No olvidemos que la citada vuelta al orden acaecida tras la Segunda Guerra Mundial, encerraba a las mujeres en el hogar, con la inherente pérdida de libertades ganadas en las primeras décadas de la centuria, y a quienes las dictaduras convertían en seres dependientes del varón, que era el que decidía si podían estudiar, sacarse el carnet de conducir, o viajar solas.

Finalmente, estas artistas coinciden en otra circunstancia: una vez pasados los años, la memoria se diluye construyéndose una historia del arte que se resiste tozudamente a reflejar nombres femeninos en su relato. Por ello, casi todas ellas se caracterizan hoy por ser prácticamente desconocidas no solo para el gran público, sino también de una importante parte de la comunidad artística de creadores y teóricos. Sus trayectorias están despertando en los últimos años un interés inusitado que ha generado revisiones y reseñables proyectos retrospectivos o antológicos que, para algunas de ellas, son prácticamente las únicas referencias existentes. Una reescritura de nuestra historia que exige en ocasiones tirar de hilos, construir nuevas redes y desempolvar viejos recortes de prensa.

María Droc, Pseudografía, ca. 1968

La rumana María Droc (Bucarest, Rumanía, 1903 – Madrid, 1987) fijó su residencia a Madrid en 1944, llegando a adquirir la nacionalidad española en 1966 junto a su marido, el crítico de arte y jurista Cirilo Popovici. En su país natal realizó estudios superiores tanto de Filosofía y Letras como de Bellas Artes. Droc poseía una gran variedad de registros, desarrollando una larga trayectoria desde los años 30 hasta su fallecimiento en la década de los años 80, cincuenta años en los que cultivó la pintura y la escultura, pero también escribió poesía llegando a colaborar en numerosas revistas culturales. Desde una perspectiva lingüística, realizó desde pinturas figurativas y obra informalista y matérica, a arte objetual o esculturas óptico-cinéticas, piezas éstas últimas presentes en este proyecto.

Disfrutó de una dilatada visibilidad nacional e, incluso, internacional: participó en la Primera Bienal Hispanoamericana de 1951, en el curso de Arte Abstracto de Santander en 1953, pero también representó a España en las Bienales de Venecia (1960 y 1966) y São Paulo (1965). La importancia de su trabajo en el contexto creativo de la dictadura se pone asimismo en evidencia al ser una de las pocas artistas que fue seleccionada para la significativa muestra colectiva itinerante que organizó la Tate Gallery en 1962: Modern Spanish Painting; también por contar con una monografía dentro de la colección Artistas Españoles Contemporáneos, en su caso rubricada por José de Castro Arines, crítico en ese momento del diario Informaciones. Su trabajo, siempre presente y reconocido en el escenario artístico madrileño durante su vida, fue recordado tras su muerte por una exposición antológica comisariada por Luis María Caruncho en el Centro Cultural Conde Duque en 1990.

Según Cirilo Popovici, que escribió un extenso y emotivo texto en el catálogo de 1990, cuando se conocieron en Bucarest en los años 30, María Droc estaba interesada en el arte naif y el dibujo infantil; entonces compaginaba su labor docente en una escuela de arte con la exposición de su trabajo, en aquel momento una pintura figurativa cuya fuente era fundamentalmente la naturaleza[1]. Ya en España, tras viajar por Grecia y Francia y vivir un periodo corto en la Italia diezmada por la Segunda Guerra Mundial, se pone en evidencia la inmediata integración en el ambiente cultural de la capital de esta pintora al exponer individualmente ya en 1946 en Buchholz. Esta galería/librería fue fundamental durante estos años ya que, junto a la galería Clan, intentaba recuperar la devaluada vanguardia en el Madrid franquista de postguerra[2].

En 1956 inicia un periodo informalista que desarrolla hasta principios de los años 60; expone como hemos adelantado en la Bienal de Venecia con Juana Francés, con cuya pintura abstracta y matérica tiene claras concomitancias, Farreras, Feito, Lucio Muñoz, o Hernández Pijuán, entre otros. Gracias a su visita al evento veneciano conoce la obra de Julio Le Parc y comienza un nuevo trabajo para el que se sirve de unos papeles metalizados que había encontrado en uno de sus viajes fuera de España[3]. Tengamos en cuenta que la pareja formada por Droc y Popovici estaba muy conectada con la vanguardia europea, y que mantenía relaciones de amistad con Brancusi, Vieira da Silva, Sonia Delaunay, o Zao Wou-Ki, entre otros[4]. En 1962, en otro de sus viajes a París, visita la exposición Lumière et Mouvement impactándole también la obra de Victor Vasarely, Nicolas Schöffer o Jesús Rafael Soto.

Estas dos muestras le abren la puerta al arte óptico y cinético (cuyo interés de alguna manera habían anticipado sus visitas al estudio de Brancusi en París) pero también a una nueva manera de introducir al espectador en la obra, y a la obra en el espacio. Genera, de esta manera, el germen de los relieves metálicos que realizaría años después y que se exponen en este proyecto; en paralelo comienza a utilizar cartulinas o plásticos industriales con los que experimenta rompiendo la bidimensionalidad, “espacializando” la planitud del papel, al generar tramas volumétricas que en ocasiones llegaban a tener tres caras: “pintando cada cara de un color obtiene según el punto de vista del espectador, según la posición de este ante la obra, tres aspectos diferentes”, las describía José María Iglesias[5]. Parte de estos relieves le exigen reinventarse, partir prácticamente de cero: debía salir de su estudio a la búsqueda de técnicos y talleres especializados que resultaban imprescindibles para la realización de unos artefactos, unas máquinas que combinaban distintas maneras de trabajar el color, el espacio, la forma, la línea, la luz, los nuevos materiales, la sombra, el ritmo y el movimiento; máquinas para las cuales la combinatoria matemática, pero también la intuición poética, serán fundamentales. Frente a la producción manual, la industrial.

Expondrá estas máquinas en la muestra individual más importante de su carrera, la que tendrá lugar en la sala de Santa Catalina del Ateneo de Madrid en 1968, por la que recibe muy positivas evaluaciones por parte de la crítica madrileña. Como analizará años más tarde Popovici, en estos relieves plagados de pequeñas ventanas geométricas, “el objeto se hace y se deshace literalmente ante los ojos del espectador […] al variar los ángulos de visión el espectador hace en algunos cuadros el movimiento aún más perceptible”[6]. Se trataba de un arte de participación que contrastaba con una época de privación de libertades, lo que sin duda dota a estos trabajos de un cierto sentido político.

Aurèlia Muñoz, Capa amb coll, ca. 1980

Aurèlia Muñoz (Barcelona, 1926-2011) es desde hace poco una de las escasas artistas españolas expuestas en la colección permanente del MoMA de Nueva York[7]; de esta manera, la artista catalana ha recuperado el lugar central y de referencia que obtuvo a lo largo de su fructífera trayectoria profesional, tras el renacimiento que experimentó el arte textil durante las décadas de los años 60 y 70. No obstante, la artista ha sufrido la marginación que dentro del arte moderno y contemporáneo ha experimentado el arte textil al ser considerado como artesanía o arte menor por haber sido elaborado tradicionalmente por mujeres. Quizás por ello Muñoz siempre reivindicó que su trabajo se encuadraba dentro del arte contemporáneo y no de la decoración, donde en ocasiones se la encasillaba[8]. La Bauhaus fue un claro ejemplo de dicha marginación ya que si bien es cierto que por su vocación interdisciplinar los talleres de tejido eran paralelos a los de arquitectura o diseño de objeto, en un momento determinado desde la dirección de la escuela se intentó imponer que las alumnas solo pudieran especializarse en la fabricación de tapices, creativos y experimentales eso sí[9]. No obstante, estos encuentros entre arte textil y arquitectura, que obviamente tienen una relación remota ligada al habitar, generaron que a partir de los años 60 el tapiz se escapara de su heredada forma bidimensional y de su funcionalidad –protector térmico y lumínico amen de elemento alegórico y suntuario– hacia la volumetría escultórica e incluso hacia la intervención espacial, evolución general del arte textil en el que Aurèlia Muñoz fue una pionera.

Tras estudiar en la Escola Massana de Barcelona, sus primeros trabajos, iniciados en los años 60, partieron de las técnicas tradicionales del bordado si bien sus referentes formales estaban en la historia del arte, tanto en la obra de Paul Klee, Torres García o de algunos surrealistas, como del Tapiz de la creación de Gerona (siglo XI). Realizará, también a partir de principios de la década, diseños de vestuario para teatro, concretamente para una versión en catalán de Thackeray, La rosa i l’anell, y lo hace con un fuerte carácter constructivo y experimental que recuerda a los figurines del Ballet Triádico (1922) de Oskar Schlemmer. Paralelamente investiga con la técnica del collage, lo que la conducirá hasta el patchwork y a la producción de unas cajas que tenían aspecto de relicario para las que recuperaba telas de mercadillos de segunda mano.

A mediados de la década comienza a experimentar con la tridimensionalidad, lo que va a coincidir con su descubrimiento del macramé. Según Pilar Parcerisas, empezará a aplicar esta técnica a partir de 1969, en concreto en sus esculturas textiles Homenatge a Gaudí o Esfera i ploms para las que la caja de metacrilato que las albergaba era, más que contenedor, parte de la obra[10]. A continuación experimentará con las posibilidades tanto monumentales como aéreas de sus ligeras construcciones de nudos. Monumentales como Tres personatges (1971) que presentaría a la V Bienal Internacional de Lausanne, un trabajo que, frente a la abstracción formalista del macramé, se integraba en la llamada nouvelle tapisserie abriendo caminos experimentales que incluían tanto referentes culturales (en este caso a la rígida vestimenta barroca española) como naturales. Y en este proceso inicia una reivindicación de las artesanías como parte de nuestra cultura con la integración, por ejemplo, de formas de anudar populares junto a otras provenientes de culturas orientales, incluidas las técnicas primitivas lo que le sirvió para reflexionar sobre la especificidad lingüística y material del tejido.

Será un periodo de fuerte internacionalización de su trabajo, estando presente en la Bienales de Lausanne de los años 71, 73 y 77, o en la Bienal de São Paulo de 1973. Los referentes desde principios de la década serán fundamentalmente naturales, árboles (Estructura arbòria, 1976), estrellas (Estel ancorat, 1974), aunque también culturales, como las capas (Indumentària medieval, 1975) incluyéndose referencias sociales en consonancia con el momento histórico y democrático que vivía España (Esser social, 1976). Estas piezas tenderán a ocupar el espacio de una manera orgánica: los planos se entrecruzan y los hilos bailan en una danza que, a nuestro entender, tiene concomitancias de presentación con, por ejemplo, una obra coincidente en el tiempo de Eva Hesse Rope Piece (1970); no obstante, si Hesse produce un lío de cuerdas, látex e hilos que carecen de una forma única, de principio o final, la obra de Muñoz tiende al orden.

A partir de estos años también acometerá una serie especialmente exquisita por su levedad. Nos referimos a las miniaturas textiles, pequeñas piezas acomodadas al espacio geométrico de la caja de metacrilato que suponen una experimentación, no exenta de poética, sobre las relaciones y tensiones entre el espacio y la obra (Cometa en un espai tancat, 1974; Nus, 1978; Retorn al infinit, 1978).

A finales de la década generará también una larga serie con lonas con referencias al velamen o a los pájaros; para estas piezas de gran volumen la tensión en el espacio se monumentaliza pero siempre lo hace bajo una estética constructiva (podemos citar como felices ejemplos de esta serie la intervención en el Palacio de Cristal de Madrid o la pieza exterior de la Fundación Rodríguez Acosta de Granada, ambas en 1982). Piezas más ligeras, aéreas y móviles que interactuaban con las inclemencias del exterior, por lo que Aurèlia Muñoz investiga a partir de la confección de las velas de los barcos abandonando en estos trabajos el macramé. Son especialmente interesantes las maquetas de estos pájaros en las que se sirve de papel, material que le abrirá un nuevo mundo a partir de los años 80 y para los que la investigación geométrica será fundamental.

Noemí Martínez, Untitled, 1954

La escultora Noemí Martínez (Buenos Aires, 1934) reside en Madrid desde mediados de los años 50 del pasado siglo y, si bien nunca ha dejado de trabajar obras en su estudio, sólo ha realizado tres muestras individuales en su vida; es preciso indicar que las dos últimas exposiciones (en la Galería José de la Mano y en el Centro de Arte Moderno), ambas en Madrid, corresponden a la relectura y puesta en valor que está experimentando su trabajo en los últimos años. En su obra escultórica recurrió al barro y la escayola en los años 50 (una etapa que podemos considerar de aprendizaje y tanteo), al bronce en la década de los 60, hasta llegar a los recientes assemblages presentados el pasado año.

La artista tuvo una formación académica en Bellas Artes, primero en Buenos Aires (Escuelas Nacionales de Bellas Artes Manuel Belgrano y Prilidiano Pueyrredón), para acabar especializándose en San Fernando de Madrid al matricularse en algunas asignaturas, escuela en la que llegaría a doctorarse. En San Fernando establece contactos con artistas informalistas como Lucio Muñoz o Manuel Mampaso, pintor con quien llegaría a casarse. Pero sin duda lo que sería fundamental para la realización de su obra escultórica en esta década y la siguiente, una obra que algunos autores han calificado de abstracción orgánica, es la asistencia a las clases de Ángel Ferrant, artista que le influyó profundamente y en cuya aula conocería a otros creadores de su generación como José Luis Sánchez. Si bien en un principio empieza modelando barro y escayola, en los años 60 pasará a utilizar la antigua técnica del bronce a la cera perdida.

Como ha subrayado Pablo Llorca, la relación con Ferrant no sólo fue fundamental para su trayectoria escultórica, sino que le influyó asimismo para iniciar un camino como docente de arte, primero en el colegio Estilo con alumnos de Enseñanza General Básica y Bachillerato (1965-1984) y más tarde en la Facultad de Educación de la Universidad Complutense de Madrid, en la que entraría como profesora en 1985 y trabajaría hasta su jubilación en 2004[11]. La dedicación de muchas de las artistas de esta época a la educación se conecta con lo que Carol Gilligan denomina la ética del cuidado, es decir la empatía existente hacia los otros seres humanos; la educación era un ámbito en el que las mujeres llevaban décadas ocupando un lugar central y en el que no tenían los problemas de marginación que sin embargo sí experimentaban en la escena creativa profesional[12]. Y esto es porque la educación se conectaba con su tradicional vínculo al espacio privado, la familia y, por supuesto, a la maternidad. Sin embargo, lo basal en artistas como Noemí Martínez es que se dedicaron a la educación artística como un instrumento de emancipación personal y social que consideraban debía gestarse desde la educación infantil. En este sentido, Martínez ha tenido una fructífera trayectoria docente e investigadora de la que resulta la publicación de innumerables monografías para niños y niñas para la editorial Eneida sobre artistas mujeres como Frida Kahlo, Ana Mendieta, o Shirin Neshat en la pasada década; asimismo cuenta con numerosas colaboraciones con Marián López Fernández Cao entre las que podemos reseñar su libro sobre Arteterapia como instrumento de lectura de patologías anímicas (Arteterapia. Conocimiento interior a través de la expresión artística) o un recopilatorio de biografías de artistas latinoamericanas y españolas publicado en los Cuadernos inacabados de la editorial Horas y Horas.

La serie que la Galería José de la Mano ha presentado en su stand de ARCO’20 y que Martínez realizó tras su aprendizaje con Ángel Ferrant, se sitúa sin duda en la órbita de la escultura informalista que defendían muchos artistas de su generación en los años 50, como por ejemplo Martín Chirino. Son piezas en las que la materia se hace muy visible, se presenta a sí misma con ecos directos a cómo ha surgido de la tierra: es tosca, áspera y sin limar, respetando su dureza, pero también subrayando su flexibilidad y su capacidad de crear tensiones y generar espacio. En este caso, la idea de dibujo en el espacio, que proviene de una tradición iniciada por Julio González, se transmuta casi en unos pequeños paisajes que fluctúan entre la delicadeza del gesto –la mano está sin duda muy presente, casi como sujeto omitido– y la densidad y solidez de una materia que ejerce una poderosa atracción táctil.

La resonancia natural de la materia escultórica es sin duda un aprendizaje obtenido del magisterio de Ángel Ferrant que Noemí Martínez ha seguido desarrollando en sus series actuales presentadas el pasado año bajo el título Mi estudio; sueños y realidades en el Centro de Arte Moderno de la calle Galileo de Madrid (comisariada por su hija Ana Mampaso Martínez). Para esta serie la artista revisita el surrealismo, concretamente el trabajo de Joseph Cornell, al presentar cajas en las que redefine objetos encontrados en el campo –unos naturales, otros huellas del habitar del ser humano–; forja unas construcciones en las que ensambla unos elementos con otros a la búsqueda de nuevas conexiones que, en ocasiones, parecen seres dignos de un gabinete de curiosidades. La referencia, no obstante, sigue siendo la naturaleza: “Una rama es en sí una escultura”, ha declarado[13].

Vera Chaves Barcellos, Combinável, 1970

Vera Chaves Barcellos (Porto Alegre, Brasil, 1938) ha mantenido casi desde sus inicios profesionales una trayectoria creativa cruzada con una contribución muy activa en la generación de actividad artística y cultural en los contextos en los que se sitúa. En este texto vamos a centrarnos en su producción de los años 60 y 70.

Si hasta finales de la década de los 50 siguió estudios superiores de piano, los abandona para iniciar su educación en Bellas Artes. En este sentido, en los años 60 tuvo la fortuna de disfrutar de una formación internacional que la condujo a distintos puntos de la geografía europea, concretamente a Inglaterra (Central School of Arts and Crafts y St. Martin’s School), Francia (estudió pintura en el centro privado de la Académie de la Grande Chaumière) y Holanda (Academie van Beeldende Kunsten)[14]. De su aprendizaje en Brasil y de estas estancias nacerán las series Combinável de 1968-1970, xilografías y serigrafías sobre papel o sobre objetos que Chaves entiende como “obras abiertas”, ya que precisan de la activación y la participación del espectador o espectadora para llegar a una de sus posibles combinatorias, a uno de sus potenciales resultados[15].

Su trabajo de ese momento estaba centrado en la obra gráfica, aunque también en la pintura; la experimentación fotográfica, la electrografía y el offset se sumarán al grabado y la serigrafía, lo que asienta cuando en 1975 obtenga una beca del British Council para disfrutar de una nueva estancia en Londres, en concreto en el Croydon College. De estos años es la pieza Ciclo (1974) presente en este proyecto, una suerte de taxonomía serigráfica de lo natural y lo humano. También en Madrid puede verse Visual-Tátil (1975), un libro de artista con serigrafías y textos que posee la potencia de ser manipulado. Sin duda el mestizaje de disciplinas que ya estaba sufriendo su trabajo alienta que éste pronto se vuelva poroso a los lenguajes creativos coetáneos tendiendo hacia la instalación de las obras en el espacio y hacia la performance; si Chaves en mucha de su obra de estos años incipientes se cruza con las postrimerías del pop –pensemos por ejemplo en los citados Combinável–, lo que sobrevuela por todos estos trabajos calando en los siguientes son unas prácticas conceptuales que derriban los límites entre vida y arte, pero también entre documentación, huella y obra; unas prácticas que al tiempo cuestionan los límites de la autoría.

Es obvio que en estos momentos Vera Chaves tiene un cierto lugar de centralidad en su país, como pone en evidencia el hecho de que en 1976 lo represente en la Bienal de Venecia dentro de un pabellón colectivo. Testarte, la pieza con la que participa en dicho evento, se presenta como un conjunto de fotografías y textos cuya finalidad era, por un lado, la participación del espectador siguiendo la estela de los Combinável y, por otro, la mostración de los procesos de recepción de la imagen. Esa participación de otros en su trabajo, en la comprensión de una manera colectiva que transforma los modos de hacer, la hacen integrarse a finales de la década de los años 70 en el grupo Nervo Óptico (Carlos Asp, Carlos Pasquetti, Clóvis Dariano, Jesus Escobar, Mara Álvares, Telmo Lanes, Romanita Disconzi y Vera Chaves), en Porto Alegre, un colectivo crítico respecto al sistema del arte que se servía de los medios reproductibles como para intentar escapar de las lógicas del mercado[16]. A partir de lo que denominaban “Atividades Continuadas”, el grupo rompía con la lógica expositiva del objeto inmutable en el cubo blanco o perenne sobre la peana proponiendo dos días de exposición de objetos, fotos, instalaciones, proyecciones, acciones y debates públicos.

En paralelo, la artista ha sido muy activa en la generación de proyectos y espacios expositivos, un rol activo en la animación y gestión artística y cultural del que nunca se deshará y que busca propiciar ámbitos de encuentro y de colaboración. Arranca de la creación de un espacio de arte que estuvo en activo desde 1979 a 1982, Espaço N.O. No será la última vez que tenga iniciativas de este tipo: de hecho, en 1999, junto a los artistas Carlos Pasquetti y Patricio Farias, funda la galería Obra Aberta; dedicada a producción contemporánea, albergaría más de veinte exposiciones antes de cerrar sus puertas tres años después contando con artistas como Antoni Muntadas, Begoña Egurbide o Lucia Koch. Pone la guinda a esta actividad en 2005, cuando crea una fundación dedicada al arte contemporáneo que lleva su nombre en el centro de Porto Alegre[17].

A mediados de la década de los años 80 decide que va a residir entre Barcelona y Viamão en Brasil, manteniendo actividad tanto artística como de gestión en ambos países; la relación de Vera Chaves con la ciudad catalana viene de los años a los que hemos dedicado este pequeño texto, ya que en 1978 le había dedicado un ensayo fotográfico, Memórias de Barcelona, casi un inventario en clave política de las pintadas antifascistas que cubrían sus muros callejeros durante la transición democrática.

Ana Buenaventura, Orden biológico I, 1971

Ana Buenaventura (Madrid, 1942) llevó a cabo a partir de 1968 una interesante obra de investigación geométrica junto a su pareja, Francisco Javier Seguí de la Riva (Madrid, 1940) en el Centro de Cálculo de la Universidad Complutense de Madrid. Como colectivo sumaban dos perfiles profesionales muy diferentes: él se había doctorado en arquitectura (fue docente desde 1968 de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid, obteniendo la cátedra de Dibujo en 1974, al tiempo que coordinaba el Seminario de Composición de Espacios Arquitectónicos), mientras que ella pintaba y trabajaba en diseño de moda (se licenció en Sociología el año 1981 en la Universidad Complutense, disciplina en la que ha seguido manteniendo actividad profesional y docente).

La producción plástica de Ana Buenaventura se expuso al público muy pronto, realizando ya en 1969 una primera muestra individual en París dentro de la VI Bienal de la Juventud. Participó, asimismo, junto a Seguí y el resto de compañeros que siguieron los seminarios del Centro de Cálculo, en la exposición colectiva que bajo el nombre Formas Computables itineró entre 1969 y 1970 por distintos puntos de la geografía española como Madrid, Sevilla o Córdoba o en las innumerables muestras que desde principios de la década de los años 70 ofrecían los resultados del Centro en su cruce entre creación artística y computación. Buena parte de las obras presentes en este proyecto se presentaron en una exposición realizada por ambos artistas realizada en la Galería Barocco en 1974, si bien no todas las piezas aparecen firmadas por ambos, existiendo un buen número de ellas realizadas individualmente por la artista. Estas piezas, pertenecientes a dos series distintas, Orden biológico y Orden cósmico, partían de una unidad que, reiterada y modulada, acababa construyendo un sistema, una estructura que partía del automatismo del ordenador y cuyos límites se encontraban en el soporte bidimensional mismo marcado en ocasiones por las dimensiones de papel corrido que podía entrar en la impresora. En otras ocasiones, como en un camino de ida y vuelta, los resultados obtenidos por las computadoras pasaban a ser collages o acrílicos sobre tabla.

El Centro de Cálculo había nacido de un convenio entre la Universidad Complutense de Madrid e IBM para generar un centro de investigación sobre computadoras para el cual el equipamiento informático (una IBM 7090 y una 1401, así como una impresora) corría a cargo de la empresa; la universidad se comprometía a construir un edificio, diseñado por Miguel Fisac, que sería inaugurado en 1968. No obstante, la visión abierta que poseyó el primer director del centro, Florentino Briones, que veía la necesidad de imbricar la computación con la producción de objetos de diseño, arquitectónicos o artísticos, le incitó a organizar seminarios de distintos temas en los que participó una interesante cohorte de artistas españoles entonces centrados en la producción geométrica, como Eusebio Sempere, Soledad Sevilla, José Luis Alexanco, José María Yturralde, Lugán, Ignacio Gómez de Liaño, o Seguí y Buenaventura, entre otros; estos artistas sumaron la producción analógica a la digital y el trabajo en el estudio fue sustituido por la colaboración con ingenieros informáticos. La obra de Seguí y Buenaventura, analizado por Mónica García Martínez, partía de repensar tanto la arquitectura como la manifestación plástica a partir de las posibilidades de cálculo y desarrollo de un ordenador, lo que emparentaba los resultados con un orden biológico en el que podía entrar a ejercer un papel capital tanto la entropía como el caos. Además, el trabajo colectivo llevado a cabo en el Centro de Cálculo, acentuado en el caso de Buenaventura y Seguí por la conformación de un grupo, que diluía el concepto de autoría que personificaban figuras como Pablo Picasso, en el contexto del tardofranquismo poseía las connotaciones subversivas practicadas en los años 60 por Estampa Popular o Equipo Crónica[18].

A estos trabajos que se sirven del ordenador partiendo de la geometría, fundamentalmente a los relativos a la serie Orden cósmico, Ana Buenaventura sumará desde 1974 a 1976 una línea de obras textiles en la que la artista madrileña se centra en la urdimbre como “referente inevitable y síntesis de la reflexión sobre las tramas”, es decir, como una continuidad del trabajo sobre evolución de módulos en la creación de sistemas, de mallas, realizado en el Centro de Cálculo junto a Francisco Javier Seguí[19]. No deseamos terminar sin citar varios proyectos llevados a cabo en los últimos años que han visibilizado la obra de estos dos creadores, entre los cuales es preciso reseñar como sobresalientes Encuentros de Pamplona 1972: fin de fiesta del arte experimental, en el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (2010, comisariada por José Díaz Cuyás, Carmen Pardo y Esteban Pujals)[20] y, sobre todo, Madrid, Octobre 68. La scène expérimentale espagnole, una exposición de tesis comisariada por Mónica García Martínez junto al director del Frac Centre-Val de Loire, Abdelkader Damani, en Orléans, en 2018, que daba bastante protagonismo a Buenaventura y Seguí.

Irene Buarque, Muralha, 1975

La artista brasileña Irene Buarque (São Paulo, Brasil, 1943), ha desarrollado la práctica totalidad de su carrera en Portugal, donde reside desde el año 1973. Tras estudiar Bellas Artes en São Paulo en la Facultad de Artes Plásticas Fundação Armando Álvares Penteado, se interesa de inmediato por la abstracción geométrica (bajo el magisterio de Maria Bonomi y de Fernando Lemos), experimentando tanto con la pintura como con la obra gráfica; el resultado es un trabajo en el que el color será fundamental a la hora de generar tanto la forma como el espacio.

Buarque va a disfrutar de la inmediata visibilidad de su obra al participar en importantes citas nacionales e internacionales: expone en la IX Bienal de São Paulo de 1967; en una muestra colectiva en la Universidad de Nueva York al año siguiente, o en un proyecto de tesis sobre artistas abstractos y geométricos en el Paço das Artes de su ciudad natal en 1971[21]. También realiza muy pronto su primera exposición individual en la galería paulista Ars Mobile donde expone pinturas acrílicas sobre madera así como serigrafías (1971). En estos encuentros no sólo va a poder profundizar en la obra de los más significativos artistas brasileños del momento, sino que va a coincidir personalmente con muchos de ellos (es reseñable en este sentido la influencia que va a tener en estos primeros años la obra de Amelia Toledo, o del pintor y grabador japonés Kumi Sugai).

Un arranque, pues, con fuerza que respalda la solicitud y adjudicación de una beca de investigación para continuar con su trabajo sobre geometrías en la Fundação Calouste Gulbenkian durante el curso 1973/1974[22]; sin embargo, lo que iba a ser un año se convierte en residencia permanente debido a razones familiares, un cambio vital que va a influir en el desarrollo y producción de su obra. Buarque parte del grado cero de la imagen, de formas geométricas sencillas como el cuadrado o el triángulo; mantiene en estas obras un sentido constructivo de la superficie a la que en ocasiones fuerza formalmente cuando elige soportes redondos para albergar cubos, o encierra en círculos líneas paralelas o formas cuadrangulares que parecen desplazarse en el espacio hacia sus límites. De hecho, como resultado de la beca lisboeta, Buarque llevará a cabo su intervención Muralhas de Lisboa en los jardines de la fundación en 1975: 19 acrílicos sobre táblex de algo más de un metro de diámetro parte de los cuales están presentes en este proyecto de José de la Mano. A diferencia de su obra brasileña, las pinturas acrílicas que componen esta serie están teñidas de una cierta desazón que tenía tanto un origen personal –la dificultad de comunicación con los lisboetas que la artista había sufrido durante los primeros meses de estancia en la ciudad– pero también contextual: Buarque sobrellevaba con dificultad las limitaciones culturales, de libertades y el aislamiento del resto de Europa del Portugal salazarista. Recordemos que en los años 70, los contextos culturales de las dictaduras ibéricas e iberoamericanas coincidieron con los preceptos conceptuales del Minimal que, a partir de una cierta teatralización y expansión espacial hacía forzosa la participación del espectador o espectadora, un público activo que pasaba de contemplar a ser un usuario de la obra, un público que se introducía físicamente en el espacio de la obra rompiendo la cuarta pared; pero es que además no podemos olvidar la fuerte impronta que dejaron en Brasil los artistas neoconcretos (con algunos de los cuales había coincidido Buarque en la Bienal de 1967), creadores que también subrayaban la relación espacial de la obra con el usuario alimentando en este caso las experiencias subjetivas. De esta manera, con la decisión de situar sus obras fuera del espacio cerrado del cubo blanco, en unos jardines que disfrutaba un público no cautivo, Irene Buarque pareciera defender una obra que caminara acompañando a una sociedad plural. Como ya hemos indicado, en el contexto de una dictadura propiciar la participación poseía en su génesis mecanismos emancipadores y por tanto políticos. José de la Mano, de hecho, ha subrayado que existen diferencias visibles entre las piezas que pintó la artista brasileña antes del levantamiento militar del 25 de abril y las que realiza a posteriori de esta fecha: “En las ocho que pintó antes del estallido, la artista hacía uso de una paleta de tonos más apagados, mientras que las once que pintó después estaban protagonizadas por vivos colores. Fue entonces cuando el rojo entró por primera vez en sus composiciones”[23].

Otra de las series de Buarque que componen el presente proyecto es Um Jardin Bem Fechado; expuesto en la galería Diferença de Lisboa en 1987, viajó un año después al Museu de Arte Contemporânea de São Paulo. Se trata en realidad de una instalación que manifiesta en la original disposición de sus piezas acrílicas en el espacio una propuesta programática renovadora. Desde el punto de vista del formato, estas pinturas se escapan de la tradicional superficie pictórica cuadrangular del lienzo tendiendo a ser estructuras de carácter triangular. Respecto al montaje, las obras bailan sobre la pared jugando unas con otras en una suerte de instalación que presagia las opciones posteriores de la llamada pintura expandida, pero que hunden su tradición expográfica en algunas de las muestras experimentales de las vanguardias históricas. Unas obras de fuertes componentes espaciales que partiendo de un idéntico esquema consiguen, no obstante, generar distintas interpretaciones: podemos leerlas como el encuentro y solapamiento de distintas formas geométricas, pero también como estructuras que parecen desplegarse, moverse, a partir de uso de veladuras y del color en una conformación constructiva del espacio. Una obra sensual en la que se produce una particular fusión: una geometría poética.