TEST CONTENT.PHP

Geometrías afines. Sólido flexible

El prólogo de la cosa

 

Hará escasamente un mes que me tropecé con la galería José de la Mano: andábamos de paseo de un lugar a otro y, de no ser por esa afición tan madrileña de cotillear el patio ajeno, habríamos pasado de largo como seguro hemos hecho ya un montón de veces. Sin embargo, imagínense cómo estaría de buena la cosa que para entrar tuve que tirar de los que me acompañaban y al salir eran ellos los que, poseídos por la avaricia de lo bueno, querían que guardase el más absoluto secreto.

Me figuro que el motivo por el que este espacio no ocupa un lugar destacado en nuestra agenda mental se debe a una mezcla de desconocimiento, brecha generacional y ubicación – a pesar de contar con una sala que ya querrían para sí las galerías supuestamente mejor situadas. La galería, que desde su apertura en 2004 pertenecía al núcleo del barrio de Salamanca, nos confirmó que se había mudado recientemente a las inmediaciones del Congreso de los Diputados – me malicio que en busca de nueva clientela. En todo caso, una agradable coyuntura para los incautos como nosotros que solemos pulular entre la calle en alza del Dr. Fourquet y el prejubilado Alonso Martínez.

A este activo más accidental se le suma una forma de hacer galería muy peculiar, diría incluso que envidiable, con una línea de investigación centrada en reescribir la historia oficial del arte concreto español de los años 50 en adelante. Una labor que viene además bien apuntalada por elaborados catálogos y que se acompaña de una programación muy coherente, salpicada de muestras tan sugerentes como la de Pseudimension y misterio, de Enrique Salamanca, Laboratorio de formas, en torno a las preciosas celosías de José María de Labra, o Silencios y ritmos, del también arquitecto Jesús de la Sota.

 

 

Prehistoria digital

 

Geometrías afines se presenta como una muestra en torno a la matemática, aunque no necesariamente interesada en la intersección entre arte y ciencia. De los cuatro trabajos expuestos el que más llama la atención es el del madrileño José Luis Alexanco, miembro del mítico Centro de Cálculo de la Complutense y alumno del Seminario de Generación Automática de Formas Plásticas (1968-1973) – lo más cercano que tuvo Madrid a un laboratorio de arte postmedia – , seguido de obras del valenciano Alex FrancésMiguel Espada y la japonesa Kaoru Katayama.

El trabajo que se presenta de Alexanco es quizás el más conocido pero no por ello menos pertinente. La iteración de MOUVNT (1968) que se expone en la galería contiene una pequeña muestra de los distintos materiales que componen su dilatada investigación sobre el movimiento del cuerpo. En la línea del caballo de E. Muybridge o los colibrís de H. Edgerton, aunque formalmente más cercanas al futurismo dorado de U. Boccioni[1], la intención de Alexanco no es sólo la de traducir el movimiento a volumen sólido sino la de entender de qué manera éste puede sintetizarse informáticamente[2]. Las pequeñas estatuas que pueden verse en la sala, en yeso como en bronce, funcionan en todo caso mejor que las serigrafías de bocetos originales, deslavazadas pero igualmente útiles como apoyatura documental.

Uno podría pensar que este tipo de planteamientos los tenemos ya superados. Que no hay mucho que se pueda decir de la informática sin caer en la nostalgia o la anacronía. Sin embargo, como lonchas de resina curadas a láser, las plastas de Alexanco parecen anudarse a si mismas y liberar una serie de conexiones imprevistas. Rebelándose contra su propia caducidad, el movimiento congelado del cuerpo nos remite a la forma de un aparato ergonómico, anomal. A caballo entre la interfaz de Minority report y el falo gigante de la Naranja mecánica. Entre la asepsia numérica y lo erótico-fatal.

El matemático amateur, ayudado por la máquina para los cálculos más complejos, se nos presenta él mismo como un prototipo de la fabricación digital hecho de carne y hueso; fósiles recientes que nos hacen caer en la cuenta de que el oficio del charcutero está emparentado, prehistóricamente, con la tomografía axial computerizada. El resultado de estos repliegues es una representación del cuerpo que vuelve a si mismo como una herramienta de la mano. Una nueva forma de bifaz roma, muy parecida a los ratones de bola de Silvia Bianchi y Ricardo Juarez [3] o a los acoplamientos en madera de Kiko Pérez[4].

Estas coincidencias distan de ser casuales. Y es que la obra no sólo nos habla de una forma primitiva de solidificación por capas, en pleno “desarrollismo” franquista, sino que además comparte con ésta la escala estándar de unos quince centímetros en su lado más largo: un tamaño que es también el estándar de cualquier útil manipulable. La computación geométrica se transmuta así con Alexanco en formas de chicle manuales. Aplicaciones de la informática que invitan a ser consumidas por medio de la erótica del tacto, la boca o el sexo. Una fusión entre la topografía y los pliegues y las anomalías más perversas del cuerpo.

 

 

Sólido flexible

 

Esta corporalidad de los datos tiene continuidad en los Giróvagos de Alex Francés, quien se sirve del trabajo con ganchillo para crear en progresión órganos áridos y placentas rugosas. Ásperos al tiempo que son blandos y adaptables, como una prótesis del cuerpo que los contiene.

El hilo conductor de la muestra, en palabras de su comisario Aramis López, sería en efecto “el cuerpo del artista”. Un tema que suena tan genérico como lo es concreto, complejo y ajustado a la propuesta. Los órganos de Francés establecen en ese sentido una reciprocidad formal entre el cuerpo interno y el externo. Como si la psique de las vísceras, la textura de la anatomía y el alma de la máquina, las tres, pertenecieran a un mismo patrón fractal de la materia que es, paradójicamente, elástico y deforme. Blando y resistente.

De ahí me regresé yo sólo hasta la poderosa imagen del “sólido flexible”. Un concepto avanzado por André Leroi-Gourhan dentro de su clasificación de los diferentes estados de la materia[5], y que, en su escala gradual, ocuparía el lugar de lo sólido más próximo a lo fluido: el de los materiales que “son flexibles pero no maleables” como le sucede a las “pieles, hilos, tejidos y objetos de cestería”.

Liso y estriado, fundido pero solidificado, lo sólido-flexible apela a una ecología en la que todos los métodos y todos los estados tienen algo que aportar sin que ello reduzca la materia a una entropía de lo mismo. Esta condición de flexibilidad consistente y de elasticidad rigurosa nos permite imaginar como sería un lenguaje de cosas redundantes. Bajo la definición de Gourhan, todo sólido flexible se presta a una sintaxis de ready-mades; de superficies ya tejidas, ya codificadas, de distinto grano, grosor y tacto. Una sintaxis de la imagen in-visual y una forma de saber que es superficial y amateur, como la mano del ciego. No despectivamente, sino en su sentido fuerte: como una reconfiguración afectuosa y por contacto del imaginario y la abstracción pre-existente; igual que el dato se hace imprimible; o como una clarividencia venida de lo opaco, que pliega la linealidad del tiempo cultural y devuelve a la ciencia a la sincronía, al no-tiempo, del su trenzado con la magia y la materia más arcana.

Las Geometrías afines se nos revelan entonces como pieles, tejidos y cestos que están tramados de antemano pero cuya forma es desplazable y desfasable. Cosas que podemos apretar y deformar sin que ello signifique deshacer o destejer; customizar, como quien dice, produciendo una manipulación sin desgarro. No en vano, los Giróvagos de Francés también han sido expuestos en otras ocasiones como objetos para ver con las manos; como sólidos sobre los que manipular la mirada áspera y resistente, traduciéndola al sentido de los otros órganos sensibles del cuerpo: la imagen de una digestión, del dolor de rodilla, de la picadura de una abeja.

Más anecdóticas y un tanto más rígidas, sin embargo, se me quedaron las piezas de Miguel Espada – cuya obra peca de cierta complejidad tecnológica que no termina de funcionar en la sala – y la de Kaoru Katayama, quien nos presenta el simpático despliegue de un pikachu en origami – como si se tratara de una criatura interplanar, a la que uno solo puede dar caza plegando su mundo limitado.

En todo caso, es en ese sentido que la propuesta geométrica que canaliza López se emparenta con la condición perspectiva de la superficie pictórica, que es también la condición de la anamorfosis: una relación óptica que no es del ojo sino del movimiento entre el objeto camuflado y el punto de vista. El sólido fléxible es también una diferencia de paralaje o, cómo dice el feminismo epistemológico, la necesidad de pensarse como un “conocedor situado”[6], fuera de los circuitos, liminarmente atrapado entre dos dimensiones. Alterando con la mirada las formas jerárquicas sin salir necesariamente de su filiación problemática.

 

 

Superficies en progresión

 

Alexanco, conforme nos recuerda López en la hoja de sala, fue el único artista de todos los que pasaron por el Centro de Cálculo que aprendió a programar por si mismo en el IBM 7090 – el mismo que se usó para calcular la trayectoria del módulo lunar. Un dato que, por menor, parece en la muestra tener la calidad de un testimonio casi indebido; algo así como una filia inconfesable, que nos dibuja al autor como el único que se enamoró de la máquina lo suficiente como para querer entenderla.

Al hilo de esto, hace un par de semanas, cenando en casa de una amiga, tuve la buena fortuna de poder anudar del todo algunos de los secretos que me rondaban. Entre bocado y porción de pizza Elena nos comentaba como estaba aprendiendo a tejer cestos por su cuenta y riesgo. A crear, por medio del tejido, volúmenes y contenedores. Su casa estaba ya repleta de estos preciosos intentos torpes, desprovistos de toda gravedad artística pero cargados de un instinto tan bajo y sustancial como es el del hacer por placer. Me acordé también entonces de los dibujos de cestería que realizaba mi otra amiga Paloma – una artista retirada al estudio de la cosa caribeña –, insistiendo sobre el tejido que produce la historia a partir de un lápiz digital; la aguja de plástico trazando un patrón de tiempo que vuelve sobre lazadas anteriores y curva en progresión al volumen a partir del plano. De forma idéntica a como se imprimen los prototipos digitales. Igual a como se cazan los pokémon planos de Katayama: materializándolos.

Elena nos contaba como el cesto adquiere forma casi por si sólo; como el cañizo rígido y duro se ablanda y dobla con el agua; el trenzado girando vagamente sobre si mismo y aumentando aquello que la razón intuye debería quedarse plano. Al parecer es éste el ámbito de la quiromancia más difícil: adivinar el por qué y de qué maneras el código se tuerce para poder anteponerse a él y poder orientarlo.

Es ahí donde se produce la geometría afín al aprendizaje de la rigidez más blanda. Un conocimiento háptico y paranoico-crítico propio de lo cavernario, “cuyos dibujos de animales, llenos de magia, no hacían más que obedecer, en las paredes de la gruta, a ciertos relieves en los que veía las formas que lo obsesionaban”, sometiendo al hombre a “la ilusión sistemática de interpretación”[7].

Será este un saber sólido y sensible, rupestre, que sirve de abrigo y que deriva del trabajo de la piel, de su curtido, su raspado, su decoración, su incisión y tatuaje, su degradación y arruga, pero también su acción y su gesto. Pero también será bólido y flexible, en tanto que atarvesará la teatralidad de esa imagen cutánea y superficial, entendiéndola como el rastro material de la historia inmaterial – las obras, los papeles, los textos, las reliquias de brazos, bazos y pelo, arañados en su velocidad por las zarzas del tiempo.

Las superficies de esta disciplina mágica se confeccionarán de manera muy parecida a como lo hace la moda: buscando patrones en los materiales de estudio, cosiendo retales, ajustando al modelo – y a veces, por qué no, hasta cogiéndolo con alfileres. Una magia que no es sino la muda y el camuflaje de la cultura, no como decepción ni como engaño sino como marco ético y epistémico; la moda sin los modernos; la atracción fatal del individuo por la institución, agazapado en uno de sus rincones para ser en un momento dado – días, meses o años después – su fuerza secreta: mantos y capas descodificadas, cestos desactivados por el éxito, el eco de la segunda piel del cuerpo cultural.