En las fotografías de Alfredo Testoni (Montevideo, 1919-2003) se viaja del Montmartre de 1950 a la Persia del siglo VI antes de Cristo en un momento. Pero eso es lo de menos. Las fechas y localizaciones de los edificios que retrata son intercambiables porque a todos los recorre una sensación común de uso y abandono. Igual que los de Paco Gómez, los muros que retrata son reflexiones tan filosóficas como estéticas, pequeños ensayos visuales sobre el paso del tiempo, implacable e indiferente.
Todo es cuestión de sensibilidad. En las manos de ciertos artistas, los objetos inanimados se vuelven elocuentes: las botas de Van Gogh dicen más que cien retratos académicos. Las incisiones, los desconches, la mera erosión añaden capas de significado a los muros de Alfredo Testoni. Son afines al interés del informalismo europeo por las capacidades expresivas de la materia; también un fértil campo de experimentación formal para la fotografía en su reivindicación como arte con mayúsculas. En muchas de estas fotografías existe, además, una vocación de orden estructural que revela la influencia de su maestro Joaquín Torres-García.
El buen arte llama al buen arte. La casualidad quiso que mi visita a la exposición de Alfredo Testoni en la galería José de la Mano coincidiera con los días en que terminaba de leer Un hombre que se parecía a Orestes. Durante el tiempo que dura la lectura de una novela, uno se impregna de su lenguaje y de sus imágenes, y no me costó nada ver en las fotos de ruinas de Testoni algunos de los escenarios del relato de Álvaro Cunqueiro. Una obra de arte nunca se agota, siempre caben nuevas miradas y nuevas afinidades, por remotas que parezcan.
En la tristeza sin rostro de los muros ruinosos de Testoni vi la desazón última que subyace en la novela de Cunqueiro. Porque debajo de los chistes, los disparates y el tono en general cómico que la recorre, en el fondo queda la figura de un héroe titubeante que se atreve a poner en duda el destino que le ha sido impuesto. Como quien pospone una tarea molesta, al lector le da la impresión de que a Orestes no le importa demasiado desviarse en su camino de vuelta a Micenas, donde está escrito que debe vengar a su padre Agamenón. Tanto tarda en regresar que hasta el destino parece aburrirse y decide pasar por alto el incumplimiento de la venganza.
En los mitos griegos el destino es inexorable, y aunque los héroes se vean envueltos en dilemas morales, temen más las represalias divinas que la mala conciencia. “¡Ella es mi madre! ¿No me atreveré a matarla?” dice el Orestes de Esquilo. “Mejor tener enfrente a todo el mundo que a los dioses”, le responde su compañero Pílades. La audacia de Cunqueiro está en presentarnos a un Orestes dudoso, no rebelde. No es que les niegue a los dioses la justicia del acto que le han encomendado, simplemente se pregunta si tiene sentido. Qué duda cabe de que estuvo mal que Egisto comenzara una relación adúltera con la reina Clitemnestra, madre de Orestes, mientras Agamenón guerreaba en Troya y que, no contentos con ello, decidieran asesinarlo a su regreso. Pero ¿de verdad es necesario matar a Egisto?, se pregunta Orestes desde la templanza que dan la distancia y el tiempo. ¿También a su madre?
A la severidad del mito Cunqueiro le opone la moderna libertad de conciencia, con las dudas que ésta acarrea. Su novela es un feroz ejercicio de desmitificación a través del humor e infinidad de detalles costumbristas que a ratos parecen situar la novela no en la Grecia antigua sino en un incierto escenario medieval. En una de las primeras paradas en su viaje de regreso a Micenas, seguro aún de sí mismo, Orestes es acogido por un tirano extranjero que le hace dudar por primera vez de la conveniencia de su destino. “¡Hay muchas vidas!”, le dice, aconsejándole abandonar el odio de la venganza y entregarse a una vida tranquila. Y aunque le tienta, ¿cómo desobedecer al destino, a los dioses? En Micenas todos esperan su regreso. Ni siquiera Egisto lo duda. Asumido su destino con resignación, la única preocupación del rey usurpador es que el vengador no le pille desprevenido; necesita tiempo para preparar una puesta en escena de su muerte digna de su estatus. Pero quien acaba matándolo es la espera, una espera durante la que vacía las arcas reales pagando a espías y vigías, como un dictador paranoico.
Miro ahora una de las fotografías de Alfredo Testoni. Es una pared picada, desconchada, con ladrillos que semejan escamas disecadas. Hay un pequeño ventanuco y tras él imagino al rey loco, en torno al cual todo se derrumba mientras espera una muerte heroica que no acaba de llegar. La ciudad a la que regresa Orestes la imagino llena de edificios como los de Testoni, carcomidos por un desgaste lento y sin esperanza de rehabilitación. Sus imágenes son fijas solo en apariencia; estos muros aún respiran, y acumulan más vidas que cualquiera de sus espectadores. En otra de las mejores fotos de Testoni, uno ve una yuxtaposición de elementos arquitectónicos que no acaban de casar. Una escena de caza animal, frisos decorativos, una inscripción en griego: una muestra de arquitectura del aprovechamiento que resume lo anárquico del paso del tiempo, ajena a la pulcra linealidad de la historia y de la coherencia de los estilos artísticos.
Orestes no reconoce la Micenas a la que regresa tras media vida de viaje. Del palacio real no queda apenas rastro, y es posible que alguno de sus sillares sirva ahora de dintel en la casa de un labrador. Una vez comprendida la inutilidad de su travesía, no es difícil imaginar a Orestes rememorando las palabras del tirano que le instaba a seguir una vida al margen de los designios divinos; menos emocionante, quizá, pero más placentera. Hay muchas vidas, y en su indecisión ha malgastado la que tenía. El tiempo no espera, ni siquiera a los héroes.
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Alfredo Testoni. Muros y retratos psicológicos. Galería José de la Mano. Zorrilla, 21. Madrid. Hasta el 31 de julio. / Un hombre que se parecía a Orestes. Álvaro Cunqueiro. Destino, 1969. / Orestía. Esquilo. Recogido en Tragedias completas. Edición de José Alsina Clota. Cátedra, 2005.
Imagen: Collage mural nº 2 (Shiraz, Persia), 1959. Gelatina de plata sobre papel, 287 x 237 mm.