Un encuentro marca una trayectoria.
Por primera vez se muestra el trabajo abstracto del artista Manolo Gil en una galería. Son pequeños collages geométricos desarrollados tras conocer a Jorge Oteiza. El maestro vasco lo “adopta” y el valenciano, por él, abandona la figuración. Son más de 40 obras, realizadas en el transcurso de un año, que la galería José de la Mano ha conseguido reunir. Durante la investigación, también ha salido a la luz correspondencia inédita entre los artistas.
A principios de 1956 el artista valenciano Manolo Gil (1925-1957) conoce al escultor vasco Jorge Oteiza (1908-2003). Con él entabla una intensa amistad y, juntos, llegan a firmar un manifiesto artístico. Esta relación con Oteiza supone un giro radical en la producción de Gil, a partir del cual abandona completamente la representación figurativa y comienza a indagar en torno a la descomposición serial de figuras geométricas.
El encuentro con Jorge Oteiza se produce en la convocatoria para la decoración de la Universidad Laboral de Tarragona. Ambos son invitados, junto a otros ocho artistas, a realizar una serie de murales. Finalmente Gil, por cuestiones presupuestarias, no hará la intervención. Su amistad se cimenta a través de cartas. En la Fundación Oteiza de Alzuza (Navarra) había constancia de cuatro cartas de Gil dirigidas a Oteiza. Durante la preparación de esta muestra, ha aparecido una docena de cartas inéditas de Oteiza a Gil. Aunque esta breve, pero fructífera relación personal, intelectual y artística se fortaleció a través de la correspondencia, también hay constancia de una visita del valenciano al estudio madrileño del maestro vasco. En las biografías de Oteiza no encontramos ninguna información sobre su nexo, pero la importancia del mismo la demuestra el manifiesto que firman conjuntamente, Teoría del espacio trimural o Análisis de los elementos en el muro o plano. Los collages de Manolo Gil que conforman esta exposición, en la galería José de la Mano, fueron creados en el contexto de esta camaradería.
El trabajo de Gil a mediados de la década de los cincuenta es figurativo. Su “pintura mística” está entre los pintores del Quattrocento y el homenaje a la pintura precolombina que podían abanderar Maruja Mallo o Joaquín Torres-García. A partir del encuentro con Oteiza busca otro lenguaje, busca la “pintura absoluta”. En el mural que realiza para Wagons-Lits en Barcelona encontramos ese debate entre la pintura figurativa y la no figurativa. A finales de 1956 y a principios de 1957, investiga mediante collages y ceras sobre papel. Son las series Cartillas de figuras, Estudios de formas o Formas dinámicas. Algunos de estos trabajos pasarán al lienzo. En ellos encontramos a Malévich y, por supuesto, los juegos espaciales de Oteiza. Pese a la admiración al guipuzcoano, ésta no es incondicional a diferencia de otros artistas de la época. “Gil estaba influenciado por Oteiza pero no le admiraba ciegamente”, nos comenta Jon Echeverria, comisario de la muestra y Doctor en Humanidades (especialidad en Estética y Teoría del Arte). Y nos remite a algunos pasajes de sus Escritos sobre arte: “Lástima que no sea tan buen maestro como escultor. Él cree estar preparado para un trabajo en equipo, tal vez esto sea en realidad, pero a mí me parece que trabajar en equipo con él sería únicamente ayudarle en el sentido material, es decir, hacer de picapedreros de Oteiza”. Aunque en la misma página podemos encontrar fascinación. “En realidad, lo formidable de Oteiza es que hace y deshace al mismo tiempo y consigue unos monolitos de un carácter fantástico y altamente mágicos y misteriosos, precisamente por su frialdad y dureza”, escribe Gil. En esa época, el propio Oteiza afirma, sobre su relación con Manolo Gil, que se concretó “en un propósito experimental en el que yo me encontraba y que Manolo rechazó en un principio. Yo le pedí su colaboración y fue muy importante lo que, juntos, fuimos redactando sobre un control espacial de las formas”. Simultáneamente, Gil afirma “él [Oteiza], tiene mucha razón cuando dice que hay que experimentar seriamente antes de hacer cosas monumentales (a menos que estas cosas sean en sí un experimento)”. Según nos recuerda Jon Echeverria, tras conocer a Oteiza, Gil decide sistematizar sus reflexiones. “Pienso llevar un diario estético con la crítica de la labor artística que vaya produciendo. Esto me obligará a reflexionar más sobre las cosas […]. Tengo 31 años y a los 36 me gustaría saber pintar y estar decidido respecto a cosas de las que hoy no sé qué pensar”. Son meses agitados también para Oteiza. La iglesia prohíbe su propuesta de apóstoles para la basílica de Arantzazu por ser “demasiado abstractos” y es en esa época, en la que su amistad con Gil se intensifica, cuando está preparando su participación en la IV Bienal de São Paulo donde, finalmente, obtendrá el premio al mejor escultor extranjero.
Sin el fallecimiento repentino de Gil el 31 de agosto de 1957, estos collages que ahora ha reunido la galería José de la Mano por primera vez, adelantan lo que podría haber sido una carrera, aún más prometedora, de un pintor figurativo en busca de la abstracción. “Ahora necesito pintar y salvarme, Jorge. La teoría me ha servido para crearme un estado de angustia que he de realizar (…). La teoría es mi vómito, de momento. Tal vez con esto, me cure de algo”, escribe Gil a Oteiza en las Navidades de 1956, en pleno proceso de estudio sobre la abstracción. Jon Echeverria señala que “la obra no figurativa de Gil constituye una pequeña parte de su producción y está datada entre finales de 1956 y agosto de 1957. Es de un interés innegable”.
Una exposición única
El taller de Manolo Gil se donó al Instituto Valenciano de Arte Moderno, IVAM. La institución realizó una exposición individual en homenaje al artista en 1995. José de la Mano ha conseguido reunir una importante selección de trabajos de los últimos meses de vida del valenciano, que han ido apareciendo en el mercado procedentes de la familia. La galería madrileña es conocida por poner en valor el trabajo de artistas que han desaparecido del circuito pese a su calidad. Como ejemplo, la labor realizada con Aurèlia Muñoz. Una dedicación que algún crítico ha denominado “antropología artística”. “Esta exposición, ‘Manolo Gil [1957] … en la estela de Oteiza’, es uno de los grandes descubrimientos de la historia de nuestra galería, por la trascendencia del artista y, sobre todo, por la belleza e interés de la investigación que plantea este original creador”, explica Alberto Manrique, codirector de la galería.
La muestra reúne más de 40 trabajos que corresponden a sus series Estudios de formas y Cartillas de figuras regulares. En ambos casos, se trata de collages de pequeño formato con un marcado carácter experimental, donde estudia las relaciones plásticas y espaciales de diferentes elementos formales sobre el plano. Para ello, se basa en la economía de medios, empleando papel de distintos tipos y usos (cartulinas, papeles estampados, papeles reciclados de otros usos…), donde lo que prima es la operatividad, la rapidez, la sencillez y la casi instantaneidad de los resultados. En la misma época, Oteiza realiza numerosos collages de similares características, donde explora la espacialidad del color. Su objetivo es, según cuenta “llegar a resolver el más complejo problema espacial con más sencillez que recortar una pajarita de papel”. Explicación que sirve, perfectamente para los collages de Manolo Gil.
“La mayor parte de esta investigación queda en papel y no trasciende al lienzo y es lo que aquí presentamos. Por su temprana muerte, estos trabajos son un inmejorable testimonio de la gran potencialidad de este artista de no haber fallecido”, apunta Manrique. Las propias palabras del pintor, escritas en su diario, refrendan el frenético proceso de investigación que llevó a cabo: “[…] Sólo sé que un cuadro me lleva a otro, y éste a otro. No sé si voy mejor o peor, ni me importa”.
Un artista para la Historia con mayúsculas
Manuel Gil Peréz (Valencia, 1925-1957) es una de las figuras clave dentro del panorama pictórico valenciano de los años cincuenta. Amigo de grandes artistas como Manolo Millares o críticos como Vicente Aguilera Cerní, su prematura muerte a los treinta y dos años vino a truncar un prometedor futuro como renovador del arte español desde los preceptos de la abstracción geométrica.
Gil estudia en la Escuela de Artes Aplicadas y Oficios de Valencia (1941-1942) para, a continuación, seguir sus estudios en la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos. Fue uno de los elementos imprescindibles en la fundación del Grupo Zeta, del Grupo Parpalló y colaboró con el Grupo Artístico del Mediterráneo. Tras una primera etapa expresionista, que el propio artista denominó “pintura negra”, recién casado con la pintora Jacinta Gil Roncalés en 1950, se instala en Madrid, y al año siguiente puede disfrutar de varias becas con estancias en el extranjero: Roma, París y Londres. Tras su regreso a España en 1952, compagina la pintura de caballete con una intensa actividad muralística en su ciudad natal, cuya aportación más destacada son los dos frescos del Ateneo Mercantil de Valencia.
En una carta enviada a Oteiza y fechada el 23 de junio de 1957, Manolo Gil se muestra radiante de optimismo: “Este verano es para mí un verano esperanzador. Ayer cumplí 32 años (una edad impúdica según tú)”. Tiene programadas dos exposiciones y, además, ha dejado atrás sus dudas y explica a Oteiza que está experimentando el valor espacial del color definido en la Teoría del Espacio Trimural. Se muestra exultante con los resultados: “Es difícil pero hermoso, diablos […] Estoy contento porque parto de la esencia de la pintura: el color […] El Color, Jorge, es tan ascético como la Forma. La adecuación de todas las cosas del cuadro es lo que engendra la sobriedad o la riqueza. ¡Ah! Estoy contento, Jorge”. Lamentablemente, nunca sabremos a dónde le hubieran llevado estas experimentaciones. Muere, repentinamente, el 31 de agosto de 1957. Como tributo, Oteiza renombra una de sus esculturas premiadas en São Paulo presentada con el título Homenaje a Malévich, que pasa a llamarse Homenaje al pintor Manolo Gil.